El Globero Narrador

Lágrimas heladas

No era falta sino insuficiencia lo que le hacía desesperar. Y no eran las lejanas campanas de la iglesia lo que odiaba, sino la represión que le esperaba, la que le iba carcomiendo, la que debía exasperarle, la que antaño odió y a la que se había acostumbrado. Despreció el sonido que debía corromper su sueño y permitió que sus párpados continuaran ocultando sus cansados ojos. Agotados de mirar un mundo únicamente negro, provisionalmente cubierto por un manto de hielo blanco, que no solo aclaraba todo, sino que lo debilitaba, haciendole enfermar poco a poco. Cuando la nieve se retiraba, un mundo grisáceo quedaba al descubierto, un mundo que había visto como el tiempo había hecho palidecer todos los colores con el paso de los años.

Eligió buscar unos últimos instantes de placidez refugiándose entre las suaves y desgastadas mantas que lo protegían del intenso frío exterior. Intentando encontrar un imposible clímax en aquella estrecha cama, se topó con el cuerpo de su mujer, tapado por completo por cuatro de aquellas viejas telas. El cual abrazó buscando un gesto de respuesta, un susurro, un beso, y del cual recibió indiferencia, nada. Estaba agotada y completa y profundamente dormida pese al frío que no conseguía ser expulsado por las mantas superpuestas. Se tuvo que conformar con la cálida sensación de su cuerpo arrimado al de ella y la paz que emanaba de su reposo. Hacía apenas una hora que ella había regresado del taller. Volvía exhausta a las cinco de la mañana cuando él llevaba tiempo durmiendo y faltaba poco para que tuviera que despertar. Debía levantarse para acudir a su trabajo, que comenzaba a las siete de la mañana, en un horario completamente opuesto al de su mujer. Un horario que les impedía verse apenas, un horario que tan sólo les permitía recordar la cara cansada del otro cuando volvían del trabajo, recuerdo que expresaban con una somnolienta mueca al despertar en una nueva mañana de su triste vida, fuera de día o de noche.

Cuando había pasado el poco tiempo que se permitía después de que repicaran las campanas, contó los pocos segundos en que, medio consciente, medio adormilado, podía sentirse próximo a su querida esposa, con la que no hablaba desde hacía meses, al margen de unas pocas palabras que se cruzaban al encontrarse fuera de lo habitual. Él, al servicio del día, y ella, al servicio de la noche, dormían cuanto podían y soñaban con un día en que, aún pobres, pudieran compartir algo más de su existencia. Un día en el que aún siendo todo igual hubiera aprendido a escribir para poder dejar un mensaje a su esposa, un mensaje que le dijese cuanto la quería y cómo la amaba pese a estar tan apartados. Un día en que pudiera aprender a amarla con la poesía ya que no lo podía hacer de otra forma.
Salió a disgusto de la protección del catre, para encontrarse tiritando a muy baja temperatura. Pese a ello se puso a mirar por la ventana antes de vestirse. No nevaba, pero lo había hecho en abundancia a lo largo de toda la noche, a lo que por desgracia estaban acostumbrados. Aquellos rincones que, por su orientación, repudiaban la caída del blanco elemento, permitían observar la gran altura de la capa de nieve que reposaba en el suelo. Caminar iba a ser difícil, llegar a la hora a la fábrica también, así que se apresuró. Debía empezar a trabajar a las siete, con un sólo descanso para comer, para trabajar ininterrumpidamente hasta las seis de la tarde. Hora a la que su mujer entraba a trabajar en un taller de confección en el turno de noche hasta las cinco de la mañana.

Llevaba años haciendo lo mismo, llevaba años cansado, llevaba años siguiendo una rutina que lo iba carcomiendo por dentro debilitando su vida y vitalidad poco a poco. El polvo del metal que pulía iba entrando poco a poco en sus pulmones causándole frecuentes ataques de tos. Y para colmo, no podía saber si la vida de su esposa era, siquiera, algo mejor.

Vivían en una pequeña casa que había pertenecido al padre de ella. La componía una única pieza que servía para todas las tareas. Amontonados en la parte izquierda de la casa, sobre un estante, reposaban unos cuantos instrumentos imprescindibles para las tareas cotidianas (algunos utensilios de cocina, un orinal, algo de comida y algunos trastos más como unas agujas de tejer o un baúl, bajo la estantería, donde iban guardando ropa rota o periódicos que pudieran vender al peso). Una estufa de carbón en un rincón, que pertenecía a la casa antes de que el padre de ella empezara a vivir allí, tardaba muy poco en transmitir calor a toda la casa. En el rincón opuesto la ropa justa para el invierno y demasiado abrigada para el verano estaba perfectamente apilada y doblada sobre un mueble creado para albergarla. Una mesa coja de madera oscura señalaba el centro de la habitación y una cama en el lado opuesto al estante completaba el mobiliario. Sobre la mesa había un libro de literatura que debía servirle para aprender a leer correctamente, aunque, durante el invierno, sin luz natural con que leer, se sentía desganado a la hora del aprendizaje.

Con los dedos de las manos ennegrecidos y doloridos a causa del frío se envolvió con toda su ropa, dejando ver únicamente un largo abrigo gris con las solapas levantadas tapándole la boca y una gorra negra que se encajaba para que le tapase las orejas. Protegiéndole los pies unos zapatos descoloridos de un color indescifrable que hubo de ser marrón. Tras de él quedaba una destartalada casa que no iba a aguantar muchos inviernos más el peso de la nieve. Dentro dormía plácidamente con algún sueño intranquilo su mujer.

El relajante sonido de la lluvia que, a ráfagas variables, golpeaba los cristales, el aullido estremecedor del viento golpeando la puerta o el incesante martilleo del granizo golpeando el tejado habían sido hacía ya mucho tiempo sustituidos por el angustioso e intranquilo silencio de la nieve al depositarse dulce y suavemente sobre el tejado, hartamente cubierto por una blancura tan silenciosa, inerte e infantil como traidora y perversa. Sin hacerse notar, caía y tapaba por completo las casas y calles de aquel pequeño mundo que solo sabía ser captado por los ojos en tonos grisáceos. Un pueblo al que le había sido robado el sol y la esperanza. Un pueblo debilitado por el cansancio y el sufrimiento. Un pueblo que, congelado, al margen de cualquier protección, repetía una rutina que parecía imposible fuera cambiada. Un pueblo compuesto por una maraña de casuchas mal construidas en torno a la fábrica que suponía la principal fuente de ingresos del lugar.
Tanto el lugar en que vivían, como ellos mismos no eran más que un despojo de carroña escondido tras el producto manufacturado embellecido por el dinero, el poder y las buenas apariencias. Carroña que no se iba, suciedad que se acumulaba año a año sin que la retirada de la nieve se las llevara con ella.

Una vez más, tímidamente volvían a caer unos pocos copos cuando apenas había dado unos pasos desde el umbral de la puerta de su casa. Caminaba cansinamente, con un ligero cojeo causado más por los zapatos que por sus piernas, recorriendo el mismo kilometro que todos los días separaba su casa de la fábrica. La nieve iba poco a poco en aumento, el horizonte se acercaba y el frío se acrecentaba. El poco viento que había lanzaba nieve y frío contra la enrojecida y agrietada cara de las sombras que transitaban, con las manos en los bolsillos y la cabeza encogida lo más posible dentro de sus respectivos abrigos, por la calle.

Los contados copos de un principio, poco a poco, se trasformaron en una cortina blanca que unía el cielo con la tierra, haciendo blanco todo cuanto pudiera existir o ser imaginado. Los ojos guarecidos por los parpados continuaban viendo todo blanco, no había nada más allá de su propia nariz. Caminaba con desconfianza, pese a conocer a la perfección el camino, con los ojos perdidos en el vacío sin nada que observar y con sus extremidades temblorosas buscando calor. No ansiaba otra cosa que no fuera un día en que pudiera dejar de morir.
Aquel frío no iba a acabar con la vida de nadie, puesto que todos aquellos que no estaban preparados para sobrevivir en aquellas condiciones habían fallecido hacia ya muchos días.

Blancos eran los copos que caían, todo lo demás no importaba puesto que habían troncado cualquier otra manifestación colora. Cielo, tierra y agua eran blancos, el fuego no existía, el iris de los ojos se había vuelto blanco y los sueños, esperanzas y recuerdos transcurrían a través de un filtro disuasivo blanco que apagaba cualquier expresión de alegría o cualquier manifestación positiva.

Ante él quedaba una distancia indeterminada, de fondo se oían, apagadas por la nieve, las campanas de la iglesia dar la siete. No importaba, con aquella nevada todo iba más lento.

Distraído en la ausencia de esperanza vio una sombra acercarse hacia él desde más allá de donde pensaba que la nieve le permitía ver. La silueta no se definió como un hombre hasta que hubo pasado a un palmo de él por su izquierda. Siguió caminando recordando la cara que tenía aquel hombre. Su imagen y su aspecto le sonaban, lejanas, como de una persona a la que conocía pero solo había visto unas pocas veces. No era nada más que el reflejo de un desconocido lo que se había grabado en su retina. ¿Era un contraste entre la blancura o realmente algo significativo que habría de recordarle algo de su vida? Caminó reflexivo hasta que la absurda mole del edificio donde se dirigía surgió repentinamente entre la nieve que, si cabe, caía aún en más abundancia.

Una flor. Una flor granate, preciosa, perfecta, portadora de la belleza más abrumadora, solitaria y debilitada se había formado en su mente antes de haber sido vista. Cultivadas en lo que se podía llamar invernadero, eran regularmente sustituidas cuando se marchitaban a la entrada del edificio. Era un símbolo del contraste, algo que, siendo tan bello, era representativo de lo que tanto odiaba, de lo que le oprimía. El símbolo de una empresa que trocaba su largo trabajo por lo justo para comer y de regalo iba acabando con su salud. La flor era sustituida cuando estaba a punto de alcanzar una belleza desconocida, cuando, marchita, se empezaba a inclinar hacia un lado y el color granate se mezclaba con tintes más oscuros que la hacían brillar con particular esplendor. Tirados en un rincón capullos marchitos y hombres muertos eran cada vez más abundantes alrededor de la nave.

Su padre le habló, antes de morir, sobre una revolución que pudo haber cambiado todo lo que conocían pero que no consiguió modificar nada. Un cambio con el que soñó desde entonces y que suponía su principal esperanza. Una revolución que él mismo podría dirigir en cuanto supiera leer. Pero allí, dentro de la fábrica, todo era como había sido antes de que el día fuera día y el mundo conociera la noche. Y fue allí, en un espejo que casi nunca se atrevía a mirar, en un espejo colocado por algún motivo desconocido, donde vio al hombre con el que se había cruzado en la calle. Estaba mirando, como él, el espejo con su misma cara de asombro. Miro atrás y vio que nadie más miraba el espejo, nadie más que él. Aquella era su cara, su propia cara, la cara que se la había cruzado portada por un cuerpo que no era el suyo. Se había cruzado con un hombre que era exactamente igual que él. Un hombre que iba igualmente con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo gris, con la espalda ligeramente encorvada, las solapas levantadas y gorra tapándole la cabeza. Una sensación de entusiasmo, sorpresa e intriga se apoderó de las facciones de su cuerpo que lo expresaba en forma de leve sonrisa, un gesto desconocido en aquel lugar. Un gesto que él mismo desconocía y un gesto en el que no reparó porque seguía absorto en suposiciones. Un doble, su copia, un hombre que era exactamente igual que él. No dejaba de ser una curiosidad insignificante que no debería importar nada en su vida pero que cambiaba la monotonía del día.

Volvió a la realidad requerido para insertarse en una cadena de montaje formada por todo aquel que tuviera manos que pudieran obedecer a las instrucciones que les eran impuestas, fueran hombres, niños, mujeres o viejos ancianos de cuarenta años. Niños, embarazadas, personas que cobraban lo que fuera con tal de llevar algo de comida a su boca hacían que la demanda de trabajo fuera enormemente mayor que la oferta permitiendo que los sueldos bajasen hasta la nada.

Llevaba años puliendo metal, y si en este día fue diferente el metal que pulió fue porque éste reflejaba la misma cara que había reflejado siempre, cara que apenas había visto nunca y que, sin embargo, le era lo más propio que tenía. Y ni siquiera había habido un día en que se hubiese fijado en que dicho metal reflejaba aquel rostro que, con ilusión, sudaba por amor a la vida. ¿A dónde podía dirigirse un hombre que no era otra cosa que él mismo? ¿Cómo podía haber un individuo tan parejo a él sin que hubiese sido parido por su madre? ¿Qué pretendía dios al mostrarle tan misteriosa imagen? ¿A qué párroco podía preguntar sin que le llamara beodo o loco? ¿Qué dios habría sido tan vago de no molestarse en cambiar de molde al hacerlos? Si existían dos hombres, imagen uno del otro, era necesidad obligada que estuvieran juntos, que ni el hambre, ni el sufrimiento o las circunstancias pudieran separar.

Estuvo, a lo largo de todo el día, decidido a buscar a aquel hombre, pero cuando salió de la fábrica estaba demasiado cansado como para deambular por las calles buscando a una sombra con una cara igual a la suya. La noche impedía siquiera ver la abundante nieve que pesadamente seguía cayendo sobre su delgado cuerpo.

Era codicioso, le estaba permitido soñar y soñaba, soñaba con que aquel hombre pudiera ser su vía de escape, su salvación. La señal que dios le había mandado para decirle que eran ellos los encargados de cumplir sus misivas.

Seguía nevando, menos pero con intensidad, las calles eran prácticamente intransitables. Por las mañanas, hombres con palas facilitaban la llegada de los obreros a la fábrica, pero a la salida no había interés en que éstos volvieran a sus casas.

Regresaba a casa, sin importarle hundirse completamente en la nieve, despistado en sus esperanzas y sufriendo unas ideas imposibles que le fueron inculcadas por su padre, unas ideas revolucionarias que habrían de conseguirles derechos que no se habían atrevido a soñar y que sólo le habían servido para sentirse más desgraciado. Algunos rumores decían que en países lejanos los proletarios eran libres y tenían tantos derechos como los amos. Eran historias que hablaban de felicidad y de una población próspera que comía cuanto se le antojaba. Trabajadores propietarios y trabajo bien pagado. Un mundo que no pagaba por la vitalidad. Eran, sin embargo, historias viejas que nunca parecieron viables de ser convertidas en realidad. Muchos quisieron huir a aquellos lugares pero nunca se supo más de ellos. Todo ello era un mundo de sueños, leyendas e idealismo que poco a poco se iban deshaciendo en las cansadas mentes de los trabajadores que, hartos, prescindían de seguir contándolas a sus hijos. Un mundo falso que podía hacer tanto daño a los adinerados en la realidad como daño podía hacer a los trabajadores en sus sueños, cansados de esperanzas de un pasado para un futuro que se había transformado en un interminable presente.

Ansioso por contar lo que había visto a su mujer abrió la puerta que debía mostrársela y que tan solo permitió adivinar una habitación vacía. Se sintió solo, vacío por dentro, deprimido. De fondo sonaba por ocho veces la campana de la iglesia y fuera la noche era completamente opaca. Sin querer dormirse, ni descansar envuelto de reflexiones sin respuesta, decidió salir de nuevo a la calle para, bajo la lumbre de una de las pocas farolas, intentar tentar a la suerte y tropezarse con aquel individuo que protagonizaba sus pensamientos y esperanzas. No quería pasar una noche más sólo soñando el recuerdo de un pasado que nunca existió en el que vivía feliz junto a su mujer.
Se tiró al pie de la farola y esperó, esperó congelado y esperanzado, esperó sin ver apenas nada pese a que la nieve había dejado de caer. Eran muy pocos los hombres que pasaban. Y su cuerpo se iba agarrotando hasta el punto de que pensó que no iba a poder levantarse.
Entre las idas y venidas de su cabeza y el relax que le proporcionaba el apenas sentir su cuerpo se permitió divagar en busca de un dios que le escuchase y lo invocó con la esperanza de que su llanto agónico fuera escuchado. Y aunque fue incapaz de pronunciar palabra alguna, puesto que sus labios no le respondían, cada palabra que imaginaba con claridad era escrita en su cerebro con una perfecta caligrafía para después ser enviada, en forma de lágrimas que se helaban en sus mejillas, a cualquier deidad que lo estuviese mirando y que pudiera sentir pena, remordimiento, piedad, amor, compasión o congoja por él: “Gran deidad que nunca me atreví a soñar. Defiéndeme y ámame porque soy débil y estoy triste. Pero grandiosa virgen, sabéis de lo que soy capaz. No oséis dejarme morir porque mis sueños me hacen merecedor de un poco de tiempo más. Defiéndeme , oh diosa pagana que nunca fuiste mía ni dejaste que fuera tuyo. Estoy indefenso, soy débil, pero tengo algo dentro del corazón que quiere vencer al mundo, y ese sueño por la libertad o el amor de mi mujer merece ser cumplido. Con solo que todas las personas supieran de la posibilidad de que exista la felicidad, bastaría para comenzar la lucha por cambiar. Pero para qué va a luchar un hombre que tan sólo espera a que la vida acabe con él, puesto que se le impide que él mismo se imponga el fin de su sufrimiento. ¿Por qué, deidad de las estrellas, pensáis lo mismo que yo y no hacéis nada? Manifiesta tu poder, realiza tus deseos, gánate al pueblo. El pueblo está dispuesto a ser tuyo. ¿Por qué no te muestras? ¿Por qué no eres aquella imagen que quise atreverme a soñar, pero que nunca se manifestó en sueño alguno mío? No me dejes llorar, soy fuerte para cambiar el mundo si sé que puedo contar con tu apoyo. Muestra tu poder y conocerás el mío. Manifiesta tu realidad, invoca tus poderes, elimina aquestos tus rivales. Deja libre de perniciosos males aquel mundo en que han de vivir mis hijos que aún no has permitido sean engendrados. Puedo pasar hambre, puedo soñar, puedo trabajar, luchar, pelear, buscar, cambiar y hacer mío el mundo, sólo si sé que no es una esperanza vana que llegue un día en que mi sangre pueda conocer la libertad de amar, pensar y creer que no es sino la realidad en que en algún momento se convertirá el mundo. Enseñame a ser fuerte, dejáme ser el instrumento de tu poder, el arma de tu conocimiento para acabar con la pesadez de corazón de toda mente que vaga en este mundo. Me ves llorar, ves como lloramos todos, ves que el llanto de la tierra está frío, muerto. Resucita los campos, haz que la tierra y el agua hagan el amor y del cielo, con sol radiente, feliz espectador. Róbame aquello todo que he querido, pero si sé que ellos podrán ser libres de amor y felicidad. Róbame los sueños, róbame la tristeza, róbame los recuerdos, róbame a mi mujer, róbame todo lo que alguna vez he querido, condéname a la soledad que seré feliz, libre si sé que la libertad existe como existió una tierra paradisiaca despojada de nosotros en algún tiempo remoto surgida de la imaginación del señor. Tú que lo conociste, tú que eres libre y lista como nadie, deidad eterna, haznos felices con tan poco que te pedimos. Déjame ver con que materia te han hecho los sueños y transformaré el mundo en una réplica de lo que alguna vez me atreví a imaginar. Muéstrame tu cuerpo y verás de lo que soy capaz. Porque lo único que necesito es no perder la esperanza.”

Su cerebro se iba apagando, las palabras ya no le salían, un pequeño halo de vida le separaba del fin. Pero entonces, una silueta le miró, una silueta le mostró la misma cara que había visto ese mismo día por la mañana. Se levantó y corrió para caer sin poder ser soportado por sus extremidades hacía tiempo congeladas. Para comprobar, cuando el otro se agachó para ayudarle, que pese a ser igual que él no tenía la misma cara. Otros hombres pasaron, todos iguales que él, todos calcados, todos como el que vio por la mañana. Todos con un abrigo, zapatos y gorra semejantes, todos con la misma postura cabizbaja y encorvada, todos con la cara sucia, ennegrecida, curtida y enrojecida, todos ocultándola tanto como les era posible por la ropa que llevaban. Todos con las manos temblorosas, mirada perdida y vitalidad olvidada. Pocos eran los que podían ser diferentes. Y lo más triste era que esos eran los rasgos que había visto en el primer hombre que era igual que él. Se sintió despreciable, insignificante, uno de tantos, incapaz, inservible. Un calco que se repetía producido por un dios vago, cruel y diabólico. ¿Por qué iba tener el poder especial de cambiar las cosas si cuanta persona que había en aquel lugar era igual que él? Su único poder, su ilusión en su forma de pensar había sido duramente fulminado, el halo de vida que podía haberle mantenido con vida durante muchos años más carecía ya de importancia. Y desapareció acompañado de un largo ataque de tos que acabó por tirarle definitivamente sobre la nieve. De esa forma, sobre la nieve, mezclando sus lágrimas con ésta y olvidando toda esperanza que hubiese imaginado o le hubiese sido transmitida por su padre, olvidó aquellos motivos por los que quería seguir luchando y aquél que daba sentido a seguir viviendo junto a su mujer sin ni siquiera poder mirarla a los ojos. Sintió como después de que su cuerpo hubiese dejado de emitir sensación alguna, su mente sólo pensaba ya en que aquel era el fin. Todo se volvió negro y dejó, servilmente, que poco a poco su mente actuase más y más lentamente mientras se iba apagando, también con lentitud, con una única sensación proveniente de la angustia de saber que no había vuelta atrás, carente de dolor físico que lo acompañara. En un último instante antes de sumirse en el sueño más apacible y cómodo que recordara se atrevió a rememorar el último abrazo que le unió con su mujer y un largo beso que había sido consorte de su amor durante largo tiempo. Beso que le sirvió para ser diferente a tanto otros cuerpos tirados en la calle sin vida que le había hecho yacer con una leve sonrisa en los labios.

(Escrito por Álvar Barca en 1998)

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