El Globero Narrador

El sueño de la tortuga

Hoy he tenido un sueño. He soñado mientras bailaba sobre la línea que separa la consciencia de la inconsciencia. Y mientras mi somnolencia se rebatía consigo misma yo soñaba que mi caparazón se convertía en una gigantesca cúpula de acero. Y mis patas en robustas estructuras que sujetaban dicha cúpula. He soñado que mi cabeza se convertía en una enorme bola de cristal, he soñado que miraba a todos desde las alturas y agitaba alegre mi cola que ahora ya sólo era una protuberancia de cemento a mi zaga.

Soñé que el tiempo se replegaba a mi alrededor permitiéndome correr sin ser vista por los demás, permaneciendo quieta, surcando los mares.
Quise soñar que el mundo dejaba de sostenerme, para pasar yo a sostenerlo a él. Soñé que jugaba y hacía malabares con él.

Soñé que a mi alrededor había un campo infinito de lechugas, lechugas tiernas, jugosas y verdes. Un inmenso mundo verde sólo animado por mi, en el que todas las criaturas del mundo danzaban al unísono al ritmo que marcara mi corazón.

Soñé que todo lo que soñara podría ser verdad y que por ello el color del mundo era el color con el que lo veían mis ojos.

Y soñé que no estaba soñando, que todo lo que veía era verdad y mi vida era algo más que una pavorosa carrera por la arena para alcanzar el mar.

Pero sólo lo soñé.

Quizá por eso lo primero que recuerdo es un blanquecino envoltorio que no era otra cosa que simple ceguera. No por que mis ojos hubieran nacido sin la capacidad de ver. Sino porque a ellos no llegaba una brizna de luz. Sola, en una hedionda penumbra, lo único que ansiaba era escapar, quizá consciente, pero totalmente inconsciente de todos los peligros que me acosaban sin aún ser yo consciente de mi propia consciencia.

Aprisionada, por eso mi ansia por escapar. Pero sin si quiera saber, hasta el momento de por fin poder escapar, qué era, qué soy. Empujo y empujo, golpeo y pataleo. Pero no consigo que nada pase. Lanzo un grito, agudo, pero tan apagado como mi aún no existente voz. Quiera quien quiera que soy, quiera lo que quiera que soy, soy incapaz de salir de donde estoy. Desesperada cansada, más bien rendida me dejo caer sobre mi caparazón… Y todo lo que conozco, esa pequeña penumbra que me rodea se tambalea y agita conmigo. Juntos caemos y tras un golpes seco, un hilo de una sustancia intangible se cuela dentro de todo lo que sé. Algo que nunca se ha ido ya, luz y consciencia. Por la rendija asomo, cegada, la cabeza y salgo por primera vez del cascarón.

Después de mil destellos de luz cegadora empiezo a comprender formas, a entender mi huevo, los huevos ajenos. El nido… Y cuando entiendo que soy algo propio, independiente y coherente, me ofusco viendo como miles igual a mi corren por una alfombra beige llamada arena hacia un monstruo de olas gigantes. Corren con pavor, corren por pavor, pues cada una de ellas corre porque la persigue un avieso halcón. Y sólo porque muchas de ellas perecen capturadas, las demás alcanzan la orilla y multitud de nuevos peligros. La coherencia de mi ser, que me relaciona con las que corren, me hace percibir que , al igual que ellas, yo también corro peligro. Por ello debo correr. Graznidos, olas y chillidos de tortugas que aún no saben chillar se estremecen en una batalla por la desesperación. Con el temor de quien teme por su vida, pero con la conciencia de quien no ha conocido otra cosa en su vida, empiezo a correr. No sin antes, durante una ínfima partícula de segundo haber aprendido a correr, a sincronizar el movimiento de cada pata. Quien viera este dantesco espectáculo, tan desigual y maquiavélica batalla, se reiría a carcajadas de la tan afamada parsimonia de las quelonias. En aquel contexto empecé a correr y corrí con los ojos cerrados, corrí para salvar mi vida cuando aún nadie sabía siquiera que vivía, corrí como corrían todas mis hermanas. Pero corrí en otra dirección, corrí hacia la selva. No por falta de instinto que me dijera que no era hacia allí, no por que no hubiera visto a las otras que corrían en la otra dirección. Quizá pensara que con tantas que corrían en aquella dirección, por proporción no le correspondía a ningún halcón volar hacia aquel otro lado. Puede que porque viera la selva más cerca o menos peligrosa que el mar. Pero lo cierto es que sólo corrí hacia allí sin saber por qué.

Un halcón me vio y voló hacía mi. Entonces las piedras y rocas hacían más penoso el, aparentemente, más corto camino hacia la selva. Y corrí angustiada y ahogada por llegar al umbral de la selva, que ni siquiera sabía si me iba permitir escapar de aquel monstruo alado.
¡Qué injusto no poder contar yo con alas! De hecho lo comprobé perdiendo unos valiosos segundos.

La selva cada vez estaba más cerca. Un informe amasijo de sombras verduzcas. ¡Qué sabía yo siquiera qué era una selva! Un cúmulo de silencio comparado con el alboroto del festín de la playa. En mi efímero vistazo, sin embargo, no vi dos ojos, dos minúsculas esferas luminosas que me escrutaban desde la sombras del follaje.

Cuando era tan consciente de que iba a llegar a la selva como de que allí, en la misma entrada de aquel misterioso mundo, me iba a atrapar el maldito halcón, dejó de tener importancia. Porque delante de mi, un monstruo enorme, baboso y con unos pavorosos colmillos me impedía continuar mi carrera. Estaba ante mi, encima de mi. De cerca sus ojos parecían más rojos que blancos, pero por poco tiempo los vi, pues lo que más recuerdo son sus dientes y colmillos, su boca abalanzándose sobre mi. Mi siguiente recuerdo es confusión. Las garras de un halcón clavadas en el lomo de un jabalí, los colmillos del jabalí golpeando las alas del halcón. Un inagotable instinto de supervivencia me saco de allí, porque no recuerdo que mis patas se movieran para sacarme del escenario de aquella pelea, que no había pagado por ver.

En cuanto encontré una hoja de mi tamaño tirada en el suelo me metí debajo, respiré y pensé: -¿Ahora qué?

(escrito por Alvar Barca en 2011)

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